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Cosmogonía que embelesa

  • Encuentro efímero entre dos astros antagónicos


@Julio_Bello_


Iván Vargas


Diminuta para las dimensiones del universo, aparece lejana sobre nuestras cabezas la enana amarilla que nos ilumina y cobija con su luz. Estrella joven, lámpara cósmica, antiquísimo disco solar testigo de la historia del mundo y cómplice antediluviano de la vida en las criaturas del globo.


Aún más insignificante resulta la luna, compañera eterna de la noche, reflector plateado de luz pálida y fría que nos libra de la penumbra total en ausencia del sol.


El dios azteca Tonatiuh, devorador de corazones, el Ra egipcio, que surca el cielo con su barcaza, el Mitra persa, guardián de la verdad o el Helios griego, hijo de los titanes Hiperión y Tea… ayer se vieron eclipsados momentáneamente por el paso de la diosa maya Ixchel, la Diana romana, la Selene griega o la Coyolxauhqui azteca.


De nombres y atributos casi imposibles de enumerar, este par de astros surgen regularmente como íconos centrales en la cosmogonía de muchas civilizaciones humanas por su importancia cíclica, fundamental en la agricultura o la medición del tiempo que permita un calendario, por ejemplo.


Noche y día son protagonistas de mitos, leyendas y dogmas por la dualidad que representan. Emblema de una lucha constante y sin tregua entre la luz y las tinieblas. Idea semántica que habita el imaginario colectivo como un poderoso signo que representa los extremos opuestos: luz y sombra, vida y muerte, virtud y pecado, sabiduría esclarecedora o ignorancia ciega.


La superposición de ésta dualidad, al parecer irreconciliable, pero al mismo tiempo complementaria, asombra y embelesa al hombre qué observa un eclipse, pues estás ideas contrarias se traslapan ante sus ojos. A través de la historia hemos dado múltiples interpretaciones a este fenómeno, que van de lo esotérico a lo científico, de lo espiritual a lo material.


Heródoto refiere que en la batalla de Halys, acaecida en el siglo VI a.C. entre medos y lidios un eclipse nubló el paisaje sumergiéndolos en penumbras a plena luz del día y en medio de la cruenta batalla. Ambos bandos, alarmados, desistieron de guerrear para pactar la paz, pensando que aquél acontecimiento era un presagio de los dioses.


Por otra parte, el eclipse de 1919 sirvió a la sociedad científica para corroborar la veracidad en “La teoría de la relatividad” de Albert Einstein. Mayas y egipcios veían en estos sucesos el anuncio de calamidades, muerte, sequías, hambre y guerra.


Sea cual sea la interpretación, el asombro y romanticismo que nos causan los eclipses se entiende por el ambiente atípico que generan en el entorno. La ruptura abrupta de la cotidianeidad nos hace reflexionar sobre los diferentes parámetros que deben coincidir para que “la noche en el día” se haga posible. Casualidad poco probable en el cómputo de la efímera vida humana, lo cual lo hace memorable y sorprendente.


Tendrán que pasar 28 años más para qué el próximo eclipse nos alcance en el año 2052. Sólo entonces Xolotl, dios azteca del inframundo, se disfrazará nuevamente de perro o jaguar para devorar al sol.


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