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El abrazo que desafía a las masas

  • Papel y Tinta


@nallely_psic


Pablo Camberos 


Llego a la Terminal Cuatro Caminos, aunque solo hay uno de ida y vuelta, pero tal nombre alude, curiosamente a la famosa canción de José Alfredo Jiménez (…) cuatro caminos hay en mi vida, cuál de los cuatro será el mejor (…). Inmediatamente pienso que no tengo esas tres opciones más para llegar a mi destino. Es por la línea azul y no hay más.


Es martes a primera hora y emprendo el viaje en metro por las entrañas de la ciudad. Me subo al vagón e inicia el “juego” -el que se quede sin lugar pierde-. Me empujan y hago lo mismo para no caer y logro ganar un asiento. Aunque no estoy cansado, me gusta viajar sentado para leer en el trayecto. Mi concentración en la lectura solo es distraída por los vendedores que pasan de vagón en vagón ofertando los productos más variados. “Es el soporte, el soporte para todo tipo de celular, para ver videos, para escuchar música a sólo 10, 10 pesos, 10 pesos le cuesta, 10 pesos le vale”. Pienso que sería una compra útil, pero recuerdo que ya tengo más de uno. ¡Todos extraviados!


El tren llega a una nueva estación con sus sonidos bien reconocidos del freno, del metal, del rechinido y el gemido de pasajeros. De pronto, una dulce voz de mujer comienza a cantar a lo lejos. La voz se acerca, seguramente trae una bocina que acompaña su canto con una suave melodía. La mujer se detiene cerca de mí y comienza a hablar, “Hola, buenos días. Quisiera no tener que molestarlos, quisiera ser una persona común y corriente, pero no lo soy. Yo era bailarina, pero tuve un accidente. Vivía en Puebla con mis padres y viajábamos a la ciudad de México de vacaciones cuando tuvimos el accidente. Perdí a mis padres, ellos fallecieron y yo me vi en la necesidad de subir al transporte a…”.


El convoy arranca y los sonidos se empiezan a mezclar con el ruido constante del aire acondicionado. Al lado mío, una joven que habla por celular, “no manches”, pausa, “no manches güey”, pausa, “en serio mamona”, pausa, “no manches”. Esto es todo lo que dice. Trato de adivinar qué es lo que la sorprende tanto, pero se baja en la siguiente estación y me quedo con la historia inconclusa del chisme. Ya voy llegando a Hidalgo para transbordar a la línea Tres.


Salgo del vagón y transbordo a la verde donde viajan, en su mayoría, estudiantes universitarios, enfermeras y médicos pasantes. Ahora sí que voy apretado, la única defensa o escudo que tengo, es mi cubre boca. La temperatura aumenta y los olores se mezclan.  Lo habitual, para engañar a mi claustrofobia, es distraer mi atención con los anuncios publicitados en el vagón. Me llama la atención la exposición temporal de la Tortura y Asesinos Seriales, paradójicamente eso me devuelve la tranquilidad.


Los ruidos del freno se acrecientan, quizá, porque nadie habla. Entonces un hombre comienza su rima, “pelota que bota y se estira, pelota, diez pesos la pelota que bota y se estira, bonito detalle, bonito regalo para el niño o la niña, diez pesos la pelota”. Y como si se tratara de un ballet, perfectamente sincronizado, en seguida inicia un intercambio de chistes, nada graciosos, que tiene lugar entre dos adolescentes con rostro a medio maquillaje que piden dinero al concluir con el clásico “bueno, como pueden ver no somos grandes artistas ni mucho menos; si gustan cooperar con algo que no afecte a su economía o regalarnos una sonrisa. Nomás no vayan a sonreír todos, ehhh”.


Una pareja sube en Balderas y permanecen abrazados bloqueando la puerta.  Esto hace que sea más difícil para los pasajeros subir y bajar.  Pero ellos no ceden ante los empujones e insultos de los usuarios. Nada los separa, -ojalá las relaciones amorosas fueran así de fuertes-. La escena me recuerda la sensación de cómo un abrazo puede dar la percepción de detener el tiempo.


Se abren las puertas y no puedo evitar empujar a los amantes inseparables para lograr salir. Camino hacia los torniquetes. La luz del día que se cuela por la escalera me da la bienvenida a la superficie de la ciudad. Con pasos apresurados y uno que otro pegajoso. He llegado sin mayores contratiempos, “ya chingué”. Al final de la escalera mis pisadas se apresuran cuando recuerdo la responsabilidad de cargar una llave.


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