Sin forma ni fondo

@patriagrandeuy2
Iván Vargas
Si nos remitimos al término “esclavo” cómo “aquel que carece de libertad por estar sometido al dominio de otro”, hoy en día todos somos esclavos de alguien o algo. Los impuestos fiscales son llamados así precisamente porque se imponen, y toda sociedad contemporánea contempla algún tipo de tributación, sometiendo la voluntad de todo aquel ciudadano que no quiera “contribuir”.
El enamorado sometido al juicio de su amante es también un esclavo, igual que nuestros cuerpos dominados por el hambre, la vejez y la muerte. El cosmos todo, en su infinita complejidad, está sujeto a reglas que intuimos (infantilmente) con nuestras ciencias; él mismo parece tener límites y parámetros a los cuales se “somete”.
La adicción es otro de los múltiples rostros de la esclavitud y en esta sociedad frenéticamente adicta al consumo, es difícil decir que somos libres en forma alguna.
El actual problema del fentanilo es quizá el reflejo más agudo y punzante de una sociedad que se canibaliza a sí misma, que se devora por ansiedades propias de la vida moderna en la que la felicidad consiste en comprar y acumular bienes. El adicto a la tv, al azúcar, a las redes sociales, a la pornografía o las compras no son diferentes, el fondo es el mismo: adicción que esclaviza.
Sin embargo, la esclavitud ejercida por el hombre hacia el hombre, es un ángulo mucho menos amable del término. Un panorama obsceno de abusos y atropellos engendrados con impunidad en el que un sector de la población es humillado, sobajado y explotado, con el fin de enriquecer o beneficiar a sus “amos” o “dueños”.
En pleno siglo XXI siguen existiendo reyes, condes, princesas, jeques y sultanes; algo anacrónico e inaudito en un mundo que afirma haber abolido la esclavitud hace siglos.
Ahí está Corea del Norte a la vista de todos, no una ni dos personas, todo un país esclavizado y dominado por un tirano egocéntrico a la vista del mundo sin que nadie haga nada; las minas en el Congo, Francia con sus colonias en África, el trabajo forzado en la industria textil de Bangladesh, los uigures y el aluminio automotriz en China, un niño jornalero en nuestro país.
Es decir, no hemos abolido nada, al contrario, hemos buscado formas nuevas de control, quizá menos repugnantes que la violencia, cómo la vigilancia permanente y constante a través de medios tecnológicos, pero igual de totalitarias y represivas.
Al trabajador se le somete o controla con el salario, gana lo justo para vivir, para llegar a la próxima quincena y seguir trabajando, pero difícilmente puede acumular riqueza.
Los empresarios responden que no hay tal esclavitud pues se les paga, olvidando que hasta los esclavos negros en los campos de algodón recibían también una mísera ración de alimentos que les impidiera morir de hambre para seguir con sus labores, y no por eso eran libres.
Muchos dirán que siempre pueden renunciar, que nadie los obliga, pero las condiciones materiales del grueso de la población son tan lamentables, que muchas veces renunciar implica morirse de hambre.
Para no ir lejos, podemos citar el ejemplo de Ricardo Salinas Pliego y su política laboral ante la pandemia del COVID 19. Sus empleados no pudieron faltar al trabajo ni aislarse para evitar el riesgo de contagio, pues corrían el riesgo de ser despedidos, vulnerando su derecho a la salud. ¡La necesidad económica obligó a los trabajadores a presentarse aún cuando la alerta era mundial y su salud y la de sus familia estaban en juego!
Si esto no es esclavitud, se le parece mucho. El poder sobre el individuo es casi feudal. ¿Existe gente desechable? El deber ser nos orilla a responder que no. La historia, a su vez, nos recuerda que a lo largo de los siglos y milenios de cultura humana siempre ha habido gente sin derechos, sin voz, sin nombre o sin casi valor social.
Todos los grandes imperios tuvieron alguna forma directa o muy cercana a la esclavitud. En Mesopotamia había esclavos y anteriormente también los hubo. Afirmar que hemos abolido la esclavitud parece algo exagerado o tendencioso, pero sobre todo peligroso, pues nos infunde la idea de un avance moral inexistente.
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