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Conocer y aceptar las propias limitaciones resulta crucial para franquearlas, mejorarlas o de plano aprender a vivir con ellas a lo largo de nuestra vida. Es imposible trabajar un defecto o debilidad si uno no sabe que lo padece.
Nuestra percepción puede engañarnos haciéndonos pensar que quién se equivoca es siempre el otro, los demás y no nosotros. Por eso es importante hacer una introspección constante de nuestras acciones y sus consecuencias en busca de un juicio más objetivo e imparcial que permita el crecimiento personal.
Quién no acepta la crítica está condenado a vivir en los límites de su propia percepción, negando la contribución del comentario ajeno; brújula invaluable a la hora de tasar nuestros actos, pues nos brinda un panorama ajeno que enriquece nuestro juicio a través de la perspectiva de un tercero.
El soberbio sabelotodo nada puede aprender puesto que ya sabe todo (o al menos eso cree), nada importa que sea analfabeta o no cuente con la más mínima cultura general, ¡él no sabe que no sabe!
Las redes sociales se inundan con estados como “te lo mereces todo”, “nunca dejes de brillar” o “el universo conspira a mi favor”. Habría que preguntarse si realmente nos lo merecemos todo, si realmente brillamos como pensamos o si el universo siquiera sabe que existimos.
Este culto sin medida al ego genera individuos con una percepción distorsionada de sus propias virtudes, asumiéndose capaces de cosas que nunca han comprobado en la realidad.
Es decir, me encantaría tocar la guitarra como Jimi Hendrix, sin embargo mis dedos cortos me imposibilitan anatómicamente para alcanzar acordes de posturas complejas, por más que practique estoy limitado y jamás obtendré el mismo resultado.
Aceptarlo no es mediocre, al contrario, te forza a buscar caminos nuevos para derrotar ese desafío (como buscar el mismo acordé en una posición accesible a mis manos).
En nuestro país fue célebre la frase “y la queso” como una expresión abiertamente patética que declara “soy así y el mundo debe soportarme”, una postura negligente, torpe y narcisista que evidencia el nulo aprecio del individuo a sus congéneres. Esta visión mutila la empatía, el humanismo y la colaboración necesaria en toda sociedad humana para su progreso.
Tener amor propio es necesario para una buena salud mental, sin embargo esto nada tiene que ver con el ego. El amor propio por el contrario, nos invita a tener siempre presente nuestros defectos para mejorarlos o erradicarlos, requiere cierta humildad para aceptar nuestras limitaciones y, sin conformidades negligentes, nos exhorta a contribuir constantemente a nuestro desarrollo.
El ególatra es torpe, ciego e infantil en su ignorancia, se sitúa inmediatamente por encima de los demás sin merito alguno, sesgando su percepción hasta lo irreal. Triste y deplorable condición que lo lleva ha deambular por el mundo azotándose contra las paredes como una especie de zombie ensimismado que no es capaz de mirar a su alrededor
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